domingo, 29 de mayo de 2011

El Necrófago.

No dejaba de mirarla. No pestañaba, ni tampoco respiraba. No había movimiento involuntario, ni tampoco irreflexivo, si no más bien maquinal. Cada centímetro de piel expuesto al lóbrego cielo color gris apagado, era observado por esos pares de ojos eclipsados.
Yo entendía la situación. Desde lejos podía oler las intenciones incoherentes de aquel sujeto. Un Necrófago con sus nueve letras bien escritas, y con cuchillas por dónde se le observara: su piel atezada, su mirar aparentemente pastel, sus movimientos afables, y su cuerpo compuesto. Sin olvidar una sonrisa ejecutora y bien terminada por dos comisuras carmesí.  Simplemente una delicia.
La chiquilla de melena castaña oscura y expresión indefensa, finalmente se percataba de las dagas que volaban desde el individuo que se encontraba sentado en la mesa próxima. ¿Por qué sentía cómo si él la fuese a devorar? Decidió bajar la mirada, y comenzó a revolver el jugo frutal que hacia unos minutos esperaba paciente frente a ella. Intento fallido. Sus ojos apagados buscaron nuevamente esa extraña criatura, que, repentinamente le era fascinante. Y así fue alrededor de una hora. Quizás más.
Inocente, pensé mientras cambiaba la página de mi libro. Desde mi punto de vista, ese halo tan candoroso, debía salir corriendo, dejar de pensar pavadeces y no creer las retorcidas intenciones de un ser humano necesitado de patetismo ajeno. Muy ajeno.
Él, se levantó de su asiento, arrastrando los pies de forma dedicada y eficiente hasta unos centímetros de la joven. Soslayó su sonrisa característica, y le susurró en el oído algo ininteligible. Me recordó cierta ocasión. Mis dedos se encresparon en la tapa del libro, y quise prestar un poco más de atención a la escena frente mí. Pero todo ya era demasiado tarde. La muchacha tomó su bolso, olvidó su jugo a medio tomar, y fue caminando tras el magnicida, mientras él… Mientras él, seguramente pensaba en cómo acabar con ella.
En circunstancias cómo esas, ¿Qué puede hacer una simple testigo? No tenía pruebas convincentes, rotundas o categóricas. Solo el costurón cosido a mano en mi víscera. Para que alguien como ella me creyese, necesitaría sacar el cuerpo del delito y enseñárselo de forma física.
Pero después de un asesinato como al que yo concurrí, la sensibilidad se pierde. Y solo puedes sentir los mordiscos glaciales e insulsos por la noche, cuando cierras la puerta de tu habitación con pestillo, esperando que el nocivo depredador abandone tus pesadillas.


*Cuento redactado por mis pocas y escasas ideas mentales, hace ya un par de meses atrás.

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