jueves, 11 de agosto de 2011

Insomnio.

Cuando era chica (incluso más), encontraba que lo más fome que podía hacer el ser humano, era dormir. Me aburría de una forma incalculable cuando mis ojos se abrían alrededor de las ocho de la mañana, un día sábado, sintiendo como si hubiese estado revolviéndome en mi cama durante días, semanas, meses. ¿Qué hacer en circunstancias tan difíciles? Mi mamá siempre me decía cuan importante era respetar el sueño ajeno, por ende, siendo hija única (en esos entonces) y con miedo de ir al living a prender la tele, me quedaba acostada boca arriba, mirando el traga luz de de mi habitación, cuando Providencia era mi comuna.
En esos años, fue cuando inventé una especie de mundo dentro de mí misma; un lugar lleno de miles de cosas que me mantuvieran apartada del ruidoso silencio de una casa con dos respiraciones al unísono, desde alguna habitación cercana a la mía.
Allí dentro sucedía de todo. Si quería ser malabarista, astronauta, doctora, bombera, etcétera, ese era el lugar indicado para graduarme de lo que quisiese, con los magísteres y doctorados que se me antojaran.
Me acuerdo que mi rol favorito, era el de volar. Esa libertad inimaginable y tan poco tangible que transportaban mis pies desde el suelo, hasta las nubes, las cuales eran de algodón, y no la masa de aire con la cual matan tu sueño de dormir sobre una de ellas. En donde llegar a tocar el sol no te mataba a kilómetros de distancia, y el poco oxígeno a semejante distancia, no te apretaba los pulmones hasta dejarte sin respiración.
Ahí, con mi creatividad de niña lo bauticé “Mi Lugar Feliz”. Tengo plasmado en mi cabeza, los colores hermosos que se formaban en ese atardecer, como la lluvia de estrellas danzaban por doquier, y como todo era perfecto, fuera de órbita.
Ahora, cuando creces, ese lugar ya no es tan feliz. Tus ojos han visto otras realidades, experimentado otras situaciones, no ven desde la perspectiva que solías hacerlo; los colores se ven algo opacados, apagados. Decepciones, malas administraciones de un lugar tan bonito como lo es tu imaginación.
Pensé que jamás volvería a habitarlo de la forma en que antes lo hacía. Lo encontraba tan sucio y desordenado, que ganas no me daban de rondar. Los paseos matutinos parecían postergados por algún “otro que hacer”.
Por suerte, descubrí que el orden y el aseo de ese lugar que me ha resguardado por años, me corresponde a mí. Con los años, un par de habitantes se sumaron, y me han ayudado con el polvo impregnado a cada pensamiento, y a limpiar los espejos de mis memorias, esos que se veían borrosos incluso de cerca.
No hay por qué dejar de ser niños en nuestro interior. No hay por qué saltar etapas, adelantar situaciones. No hay por qué dejar que el orgullo, el odio, y sentimientos que solo traen amargura se apoderen de nuestro corazón, de nuestro comportamiento, de lo que profesamos a través de nuestro comportamiento. No hay por qué dejar que roben nuestras sonrisas, nuestros momentos especiales, nuestras nuevas vidas. No hay por qué negar a esos pequeños que siguen revoloteando por ahí; nosotros.
Ahora, “algo más cerca” de cumplir la mayoría de edad, aprendí al fin que abrir los ojos a las ocho en punto de la mañana, no es tan fome como creí que era. A estas alturas, diez minutos incluso hacen la diferencia, en especial para alguien como yo, quien con los años fue degustando el placer de dormir; no mucho, pero como corresponde. Pero por sobre todo, aprendí a sentirme llena de eso que no se ve, pero que reboza mi alma; eso que proviene de Dios, y que me hace sentir tan liviana como si tuviese cuatro años, y quien mantiene mi lugar feliz; ese renovado espacio que no ha muerto.

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