domingo, 28 de agosto de 2011

Puerta Número Veintiseis.

Los pies de Elías corrían erráticos por los pasillos de aquel departamento. Con el corazón a mil por segundo, la respiración apresurada cómo cada noche de cálido sustento, y aquel putrefacto sentimiento que no lo dejaba pensar con claridad, no hacía más que ignorar el roce del aliento de ese viento filtrado por las pequeñas ventanillas del lugar. En esos interminables pasillos llenos de suspiros, podían estar invadidos de mortíferos elementos, más, a él realmente no le importaba.
Las lamentaciones tardías de su conciente, no hacían más que devorarle la memoria; tener ganas de agarrarla de alguna forma posible, y arrancarla. Ensordecer los oídos internos de su alma, y simplemente ignorar. Ignorar que había procedido mal. Tan mal que ahora le estaba costando su ser, su pensamiento, su razón, su necesidad, su latir diario, su mirada, y su sonrisa matinal.
Ahí todo se estaba transformando eterno, desesperante, cómo si nunca llegase a su destino final. Pero tenía miedo. Un increíble y poco satisfactorio miedo que lo invadía desde más allá de su frente, hasta más acá de los pies. Y maldecía. Maldecía una y otra vez, en su pensar, y en voz baja, e incluso lo gritaba, mientras las manos le carcomían la piel por golpearse a si mismo. Arrancarse los dientes, fracturarse la nariz. Y sí, el lo merecía.
Desesperado, y con la frustración siendo expulsada a través de sus nudillos, comenzó a golpear la puerta del departamento número veintiséis una y otra vez, ignorando la fuerza, la impotencia, y el dolor acumulado en los huesos de su mano.
“¡Lucía!”, gritaba ignorando las miradas discriminadoras y malintencionadas de un par de señoras que abrían la puerta continua a sus gritos. “¡Lucía, ábreme la puerta, por favor!”.
Y así continuaba, intentando atravesar con frustración enclaustrada, aquella puerta que le impedía el paso. ¿Habrían sido ciertas las palabras que repentinamente llegaron a sus oídos? A medida que su mente comenzaba a inundarse con la peor de las noticias, sus ojos hacían lo mismo con lágrimas reprochadoras hacia su persona. Pequeñas, pero verdaderas lágrimas que mojaban el borde de un ojo que jamás había llorado por amor, o algo que se le pareciese.
“Disculpe”, una voz masculina y proveniente de sus espaldas lo sacó de su funeral personal. “Escuché que está buscando a Lucía, joven”.
Elías, quien tiritaba como si la nieve comenzase a carcomerle la morena piel, se volteó lentamente para mirar a un caballero de rasgos definidos y amables. “Si. ¿Sabe dónde podría encontrarla? Me urge… Me urge hablarle”.
“Me temo que no. Lucía se fue a Temuco con su familia. Pero, le ha dejado esto”, estiró su brazo arrugado por los años, y le entregó un sobre blanco, con su nombre escrito a tinta negra, e imprenta de Lucía.
“Muchas gracias”, respondió el atribulado muchacho, mientras veía como el hombre le sonreía amablemente, y entraba nuevamente a su hogar.
Una vez solo, y sin ojos que lo observaran, caminó hasta apoyar su espalda en la puerta número veintiséis, y descendió lentamente hasta caer sentado. Con las manos temblorosas, abrió el sobre intentando no romperlo, más le fue imposible; los nervios romperán la cordura, incluso de un tranquilo e inofensivo sobre de papel.
“No quiero escuchar explicaciones. No quiero escuchar más mentiras, Elías. No quiero saber que harás de tu vida, y tampoco quiero que sepas que sucederá con la mía. Solo quiero que no me busques, porque, no me encontrarás. Será una perdida de tiempo, y una pena circunstancial, después de todo, volverás a los brazos de quien te dio felicidad en tu pasado, y quien irrumpió nuevamente en tu presente… Solo te pido, que si algún rastro de respeto queda de tu parte hacia mí… Que si solo queda algo de respeto, te olvides que alguna vez existí en tu vida, y de los besos, las caricias, las canciones y los poemas con ortografía delicada te escribí. 
Lucía”.
El pequeño mundo dentro de su mundo, se derrumbó. No solo quedaban rastros de respeto hacia la mujer que le dedicaba cada fría línea, si no que además, amor. Había cometido un error, y lo estaba pagando, más, era persona. Un ser humano de los corrientes, de los que se caen como cualquier otro. Y él la necesitaba increíblemente para ser feliz. Él podía notar que ella realmente no quería decirle adiós… No quería decirle adiós al hombre que la había hecho sentirse como la mujer más especial sobre la faz del planeta, del continente, del país, de la ciudad, de sus sábanas, de su piel. Pero Elías sabía, no podría perdonarlo. No podría permitir semejante inconsecuencia, poca compostura, y nada de control.
Los sollozos se hicieron aún más fuertes, acoplándose con los de Lucía, quien se encontraba dentro del departamento, también con la espalda apoyada en la puerta, y derrumbada sobre la alfombra, afirmando su mano, y ocupando toda la fuerza acumulada en su cuerpo para no abrirle la puerta, a quien hizo lo contrario con las de su pequeño infierno racional…

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